viernes, 5 de julio de 2013

A media hora de Londres

Salí tarde a Londres, aturdido por el fuego camine persiguiéndome en los pensamientos. Alguna vez logre arrinconarme, pero volví a derretirme en la niebla y olvide las palabras mágicas en ingles que cerrarían las puertas delante mio.
En la intersección de Cotagaita, detrás de un semáforo fuera de servicio, un perro esperaba sentado para cruzar la avenida. Cada ratitos levantaba su pata y espera una galletita, o tal vez pedía permiso. Y por una misteriosa razón, aun desconocida a esta altura del relato, los autos detenían sus motores para ser tan idénticos a la niebla, a los postes de luz y a la esquina. La noche parecía callar sus ruidos, la ciudad mermaba su insaciable ansiedad de estar presente en cada gota de tiempo, y finalmente, el reloj apurado se detenía. Me desayune de este fenómeno al darme cuenta que llevaba casi un cuarto de siglo persiguiéndome, y en ese instante el reloj se congelo frente a mi ojos, dejando mi sombra pegada a la pared, aterrada por la imposibilidad de perseguirme.
 ¿ Como era posible esto ? ¿ Como podía estar presente en la siesta del tiempo ? Empece a atar cabos. El perro bajo el semáforo, la niebla estática como una lluvia de sal y azúcar fotografiada, la calle como un desierto con los autos muertos como granitos de arena, y mi sombra pegada en la pared de la panadería. Y yo, convencido de que todo esto era real, mirando el reloj, embotellado en el segundero.
 Probablemente, el detenimiento del tiempo es una cosa muy improbable. Como primera refutación, el tiempo es omnidireccional, usa la rosa de los vientos como una ruleta rusa.  Se expande.  Y el mero acontecimiento, de que mi mente este palpitando este momento, provocaría un movimiento, un roce entre átomos y toda la maquinaria se pondria en marcha: el interior de los coches se cargaría de latidos suspirados, la calle se abriría como una flor de sonidos, y el perro volvería a bajar la pata peluda, sin haber cruzado la calle.
Aunque nada de esto sucedió a esta altura del relato.
 A mi sombra, a los coches, a la niebla, se sumo una puerta entreabierta. Parecía una mueca en el porche de una casa moderna: cuadrada, blanca y cuadrada. Con la fuerza de mis ojos, trate de adentrarme en la impenetrable oscuridad moderna buscando el origen de la puerta entreabierta. Y calladamente apareció la pregunta ¿ quién o qué, deja la puerta entreabierta en la noche ? ¿ Porqué por la mitad y no cerrada de par en par ?.
 El primer trote, fue del reloj pulsera. Le siguió el brazo de can y con poco nerviosismo, las luces empezaron a sonar con el motor de los coches y los colectivos. Mi sombra volvió a subirseme a la cabeza, para destender su cuerpo detrás mio, de pies a cabeza. La puerta entreabierta rechinaba como un concierto de luciérnagas cantoras.
 Nina estaba observándome como en Oslo, con un ojo detrás de la cara, la cara delante del corazón oculto tras los pechos, escondiendo el motivo del misterio con la mitad de la cara detrás de la puerta. Recolecte el silencio de las cosas inanimadas; el cordón, la cadena del local de vírgenes ( santería ), el interior del puesto de diario ( las portadas a estas horas, era iguales ante el velo de la invisibilidad ) y con el cuerpo cansado, me recosté sobre el caño del semáforo y mire al perro, que con inocencia o incredulidad me miro hondamente. Sostuvimos una larga charla por unos segundos y entendí. Busque en mi morral algo para darle, pero quedaban nada mas que hojas escritas atadas a un cuadernillo, letras esclavas de mi sombra. Tantee los bolsillos y reconocí, lo que podría ser un caramelo. Lo saque y se lo ofrecí. Pero cuando el levanto la pata  desencadeno la quietud nuevamente.
 Todo estaba ahí. Hasta el olorsito del asado que llegaba a mi nariz desde la parrilla de la esquina se había quedado quieto. Otra vez la soledad de ser invisible. En segundos, me causo una graciosa felicidad la cara de un conductor que arrojaba su cabeza contra el respaldo con los ojos arrugados, tenia la boca abierta y su mano derecha estaba suspendida con intención a centímetros del volante. Para mi estaba cantando. A mi derecha, mi sombra estaba enroscada en un poste de luz.
Volví a pensar en lo improbable del asunto... si yo seguía consciente, el tiempo debía estar corriendo en otro lado. Pero todo estaba quieto, y hasta los muchachos de la pizzeria, que suelen estar festejando el viernes a gritos, estaban de misa. Y vi en mi mano, la solución.
 El reloj en el envoltorio del caramelo media hora, se estaba moviendo. Y la paradoja, es que uno nunca sabe que hora marca el reloj de un caramelo media hora, porque carece de números y fechas, solo son extremidades que avanzan...¿ Cabria la posibilidad de tener el epicentro de las complejas venas laberínticas del tiempo en un caramelo ? Podía ser. A esta altura del relato, todo es posible.
 Tenia todo el tiempo del barrio en mis manos. Marrón y redondo como un ojo abierto de par en par. El perro se quedo mirándome, recordándome nuestra charla en cada milímetro de su ojo como el caramelo que sostenía en la mano.Pensé detenidamente cada detalle de lo que sucedería; inesperadamente el perro bajaría la pata, y todo volvería a la normalidad; el perro no cruzaría la calle. Pensé en pintar los tres focos del semáforo de rojo chillón, como tres rubíes a contraluz, o como el sol mismo.
 Mientras metía luciérnagas rojas en la cuenca del semáforo, en la parada del 113, me pareció ver a alguien muy parecido a mi. Nunca repare, en que; la simetría del universo afecta a todo lo que lo compone, con lo que es muy posible que existan dos o veinte más como yo deambulando los pasillos de el mismo. Levante la mirada un piso, dos pisos de ventanas amuradas y selladas  (su contenido mudo gritaba silencios irremediables); más arriba me detuve ante un tercer piso caliente, morado por luces tenues y antorchas verdes.
 Nina... como aquella noche en Boedo; frente a la ventana, semidesnuda y despeinándose, incitándome a consumir su placer sin nombrarnos. Mire 360º tratando de fundir todo en un solo mareo, y cerré los ojos para rearmarlo a gusto.
 La ciudad reapareció; los motores, la niebla, la luna, el olor a asado, las risas y los silencios. El perro bajo la pata y cruzo Mosconi, detenida por un sol de medianoche. Desarme el vestido del caramelo para meterlo en mi boca. Y emprendí viaje, con el reloj del tiempo dentro mio.

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